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29 de diciembre de 2012

Cuento. El internado. Por Sandra Ávila


Foto de Eduardo Szlendak


En esa época teníamos  entre doce y trece años, ya hacía más de tres que estábamos allí. Buscábamos diversión, tal vez porque éramos niños o quizás para olvidarnos de la suerte que nos había tocado a cada uno de nosotros... el destino hizo que nos juntáramos allí. El flaco, Armando y yo solíamos escapar hacia la arboleda ubicada  a doscientos metros al este del  establecimiento. No éramos los estudiantes más diablillos,  habían otros que se dedicaban a saquear  fruta de la cocina y sustraían el pan recién llegado del camión, porque se sabían todos los horarios  y  los movimientos. Éramos noctámbulos. Durante las clases nos quedábamos dormitados y a causa de eso nos mandaban a dirección en penitencia, y Rita, la señora directora, nos hacía a fregar los baños. Una vez pelamos papas toda una semana, ¡eso sí que fue una tortura!, ¡nos salieron ampollas en los dedos!. Lo que menos queríamos era instruirnos.

 La barra del Chancho, Rinogordo y Gula, los tres eran tremendamente opuestos a nosotros. Ellos eran de Boca Juniors y nosotros de River Plate. Peleábamos por estupideces y temas ajenos a nuestra realidad, discutíamos y confrontábamos  por el territorio como animales, era más que nada por el liderazgo dentro del instituto. Había problemas sobre todo con Armando y el Chancho que se despreciaban porque Armando decía que el Chancho era un farsante, un exagerado. Yo estaba en medio de los dos, hacía de mediador, y fácilmente podía darme cuenta de quién era quien. El Chancho era un gordo bueno, tenía debilidad por la comida, un poco delirante, pero no hacia mal a nadie. Armando era un pibe no que sabía mentir,  no tenía picardía, por eso le molestaba que el Chancho fuera tan exagerado en todo. Pero la verdad que cuando nos poníamos de acuerdo se armaba una buena barra y la pasábamos réquete bien.

Me acuerdo que el Chancho una vez descubrió que el guardia de aquel instituto escondía cervezas en una aula en desuso. A Rinogordo, entre todos, lo obligamos a buscar  esas cervezas en el aula y nos encontramos con que tenía un gran candado. Aquella noche fuimos todos, el Chancho, Rinogordo, Gula, el flaco, Armando y yo. Ayudamos  a Rinogordo a trepar por una ventana desde afuera pero como el gordo no cabía  tuvimos que ayudarlo a subir a Gula que era flaco como un palo. Esa noche escondimos las cervezas en la guarida secreta. Días más tardes nos juntamos en el vestuario del  gimnasio, y nos dimos tal curda que llegamos caminando en cuatro patas directo a la cama. Tuvimos que callar de una piña a Rinogordo, el alcohol le había pegado mal y se le dio por reír de cualquier banalidad, temíamos que los demás  internados despertasen. Y el flaco cada vez que tomaba un poco moqueaba y lloraba, decía que a él lo habían tirado ahí, en esa escuela para no criarlo, que tenía demasiados hermanos, “yo sé que mi familia vive con lo justo pero yo quiero estar con ellos, cuando voy a verlos los sábados, me tratan como a un extraño, son mis padres pero nunca voy a terminar de conocerlos”... decía.


Foto de Eduardo Szlendak

Debo confesar que cuando dejábamos nuestras diferencias de lado  la pasábamos muy bien y solíamos ser lo más similar a  una gran familia. Armando le gustaba hurtar cigarrillos, él nos enseñó  a fumar  a todos, a pesar de que era asmático. Nos escapábamos de noche por la ventana del baño, siempre a la misma hora, a veces nos pescaban…la que se armaba !!!

El flaco, Armando y yo descubrimos la piscina doscientos metros al sur del establecimiento, para nosotros fue una admiración, era un desafío  explorar los cuatro puntos cardinales para escapar de las horas de algebra y geometría. Después sabíamos que vendría el castigo, la penitencia, pero no nos importaba, ir a dormir sin comer o arrodillarse por horas en granos de maíz, no tenía precio comparado con el placer que nos producía escaparnos, reírnos hasta sentir el dolor en las costillas y divertirnos. Éramos unos rebeldes, todos nos conocían. El instituto era un enorme edificio que alojaba cientos de niños con problemas de conductas y problemas sociales, éste era un especie de lugar donde los padres solían depositar a los hijos como objetos, muchos de ellos salían los sábados y regresaban los lunes a primera hora, otros eran abandonados prácticamente a la buena de Dios.

Tiempo después que descubrimos la piscina nuestros vidas cambiaron, porque al principio, lo de ir a nadar era algo que sabíamos el Flaco, Armando, y yo. Aunque Armando sólo se mojaba los pies desde el borde la de la pileta, acostumbrábamos a venir todos los días a darnos un chapuzón. Nadábamos de punta  a punta y salíamos corriendo para que el guardia no nos agarrara, siempre era lo mismo, meternos, nadar de una punta, llegar hasta la otra y salir corriendo.

Foto de Eduardo Szlendak

No te puedo explicar la alegría que tenía el Chancho cuando lo llevamos para ese lado y le mostramos lo que habíamos encontrado, el gordo se  frotaba las manos de la emoción, enseguida levantó el alambrado, lo ayudamos y se metió aunque había un cartel en letras negras que decía claramente:
                                
Prohibido
Pasar
Propiedad
Privada
                                                                                   
Pasábamos igual, nos poníamos en pelotas y nos bañábamos. Armando sólo se refrescaba los pies, y el Chancho se metía vestido,  le daba pudor. El tipo de seguridad alguna vez nos corrió. Una vez Armando y el Chancho discutieron,  el Chancho le dijo:
-¡Dale Armando, vení a mojarte, no sabés lo linda que está el agua!
-¡No, gracias! respondió Armando
-¡Ah sos un puto! Con tono de voz sarcástico y carcajada macabra. Entonces Armando se molestó, con toda la furia lo escupió en la cara y ahí… ya te imaginás, se fueron a las piñas. Nosotros quisimos separarlos pero no hubo caso, Armando era enérgico, valiente, el Chancho mucho más, le dio una trompada  y el  otro cayó al agua, todos sabíamos nadar menos él.

El agua no estaba tan linda como decía el Chancho, estaba helada, era pleno  invierno. Armando  nunca se metía, nunca se zambullía, pero cuando cayó al agua fue a parar al fondo de la pileta, cayó noqueado del puñetazo, ninguno de nosotros, ninguno, tuvimos la capacidad de rescatarlo exactamente a tiempo para poder salvarlo. (Reflexioné demasiado tarde).

Y cuando pasó lo que pasó, al poco tiempo quisimos regresar. Había un gran candado en la reja, el guardia de siempre ya no estaba, éste era otro, no nos conocía,  nos hacía señas que nos alejáramos de la propiedad. No sé cuánto tiempo pasó exactamente pero después recuerdo haber visto máquinas topadoras trabajando, cubriendo la piscina con tierra. Luego  de la tragedia nada volvió a ser lo mismo. El Flaco pertenecía a una familia bien de Buenos Aires, ese era el cuento (pero descreíamos de tal versión), y cuando supieron de la ocurrido la familia vino repetidas oportunidades hasta que se lo llevaron a otro establecimiento cerca de Luján. Cuando Armando murió y notificaron la terrible noticia a su familia, nadie apareció. Luego de esto, el grupo se diluyó, el Chancho intentó escapar repetidas veces hasta que finalmente lo logró. Dicen que Rinogordo se fue con él.

Sólo quedamos Gula y yo.

Foto de Eduado Szlendak


24 de diciembre de 2012

Cuento. Canción de Navidad. Por Enrique López Viejo




  
  Algunos amigos me piden un recuerdo de navidad, algún relato entrañable que nos permita evocar los dulces tiempos de la infancia, de esa niñez generalmente feliz. Como fuere que desperté alegre y que mi memoria se pretende agradable, reflejaré en estas páginas mi recuerdo más lejano que, precisamente, ocurrió en estas fechas navideñas, un recuerdo que a algunos parecerá exagerado, quizás falaz, una fábula real que sería impropio relatarse por el carácter de lo que se cuenta, pero que, sin embargo, se me ocurre como un especial relato sobre el día que se inició mi existencia. Tal cual.
   Mi canción de navidad se inicia el veinticuatro de diciembre del año cincuenta y siete del pasado siglo, la noche en que se celebra el nacimiento en Belén del niño Dios, de Jesús de Nazaret, un nacimiento que veneran millones de personas en el solsticio de invierno en el Hemisferio Norte y otros tantos en el Hemisferio Sur que para eso el Planeta Tierra tiene ambos y los lectores de este blog se reparten en los dos ámbitos geográficos. Mi evocador recuerdo empieza tras los románticos y sensuales susurros de dos amantes, mis padres, que tras la cena de Navidad se encontraron para concebirme sin ellos pretenderlo, y que tras la coyunda y despertar, pasadas unas semanas, tuvieron que celebrar mi concepción en la incómoda espera de la llegada de mi persona, asunto que ocurriría casi nueve meses después.
  Esta canción tiene como escenario una casa grande, la casa familiar en una ciudad castellana que fue capital de Imperio “cuando no se ponía el sol”, astro rey que raramente aparece en una meseta fría como ninguna. Noche fría de Nochebuena… el Belén, el árbol, la cocina, el comedor, unos que esperan, otros que llegan, algunos cocinando, otros bebiendo, niños jugando. Los encuentros, los besos y los deseos, las risas, la chimenea, la cena, los brindis, los villancicos, la pandereta, la zambomba… no había televisión. Una epifanía anual en la que se comía copiosamente un menú que casi cada año era el mismo esa noche: la verdura lombarda, algo de marisco que se traía de Galicia o del norte cántabro,  almejas, cigalas, y el cordero lechal de raza churra propio de nuestra región, que se asaba en fuente de barro en el horno, sin especiarse, sólo con agua, sal y algo de manteca, acompañado el pobre y exquisito animalito asado de una ensalada simple. Mi abuelo era de Burgos, mi padre de Segovia, el resto de Valladolid, así que el lector se hará buena idea del menú y ambiente, castellanos viejos, muy viejos, como ya lo indica, también, el apellido del que esto suscribe.
    Cuando esta cena que relato había de producirse yo no había nacido, pero pocas horas más tarde empezaba mi historia.
Puedo decir ya en este punto que soy un hijo no deseado, el efecto de un error en la aplicación del método de prevención del embarazo de un doctor japonés, el doctor Ogino, método falible que mi madre, como tantas señoras de la época practicaban relajándose en su calendario, en la rigurosa utilización del mismo, relajación motivada por el despiste, supongo, ya que tenía tres hijos mayores que culminaban su anhelo familiar y ocupaban sobradamente su existencia. Cuando esta cena se produce en el final de los años cincuenta de hace más de medio siglo, mi encantadora madre no pensaba que yo pudiera ser engendrado, no entraba en sus planes. La relajación sobre su propio calendario fértil fue fatal o fantástica; que la historia y el cielo lo juzguen en su día, el día que personalmente llegue al Valle de Josafat y me reciban Caronte o san Pedro, o quien sea que encuentre al llegar al purgatorio o al Paraíso. Pero aún estamos en el Belén.




   La cena de navidad estuvo bien organizada y seguro resultó estupenda. No tengo duda de ello. Pero sé bien que conmigo mi familia no tenían plan alguno, no se contaba; por decirlo de alguna manera: conmigo no habían quedado; ni de piedra había sido convidado. Pero aparecí, me reservé tras los postres de aquella Nochebuena feliz,  que eso es lo importante, de lo que ahora se trata. Yo no entraba en sus cálculos ni por asomo, y mucho menos para mis hermanos que ya estaban algo creciditos. Que ese día se iniciase mi periplo en la Tierra no se planteaba ni en los más candorosos sueños de aquellos que en esos momentos se preocupaban por descorchar las botellas de vino rojo rubí y trinchar el lechazo humeante mientras se cantaban los entrañables villancicos. Que se ocupaban en la elección del mazapán y del turrón, que veían sonrojarse las mejillas con mostos y viandas, o elevaban el espumoso a la altura de sus frentes y miradas expresando toda clase de deseos permisibles.  Yo no estaba en el plan de la noche, ni de aquellas navidades, ni de nada en el futuro inmediato, pero me había de hacer presente en las entrañas de los anfitriones, mis padres.
   No deseado, había de ser una sorpresa. Luego sí, luego dirían otras cosas muy educadas y cariñosas. Posteriormente, pasados algunos años, ya jovencito y olvidado el disgusto que mi aparición en escena produjese, todo el mundo me dijo que claro que sí, que había sido celebrado, deseado, esperado, esas cosas que se dicen para no traumarte, para que relativices el poco caso que te hacían tus padres muy mayores entonces, y hermanos que iban a sus asuntos sin especial interés por el que venía detrás y que tendría que “buscarse la vida”, como es lógico y natural por otra parte. Para mis dos hermanas, dos damiselas  adolescentes por muy filántropos que éstas fueran, y, sobretodo, para el tercer señorito que era mi caprichoso hermano, al que había de destronar. Mi presencia en la vida era una impertinencia por no decir una excrecencia (sustantivo que sería muy fuerte y que nadie expresó de esta manera en mi presencia). Un estorbo, eso es lo que era, alguien a quien tenían que prestar una atención en ayuda de mi madre, atención relativa por cuanto se contaba con el apoyo inestimable de mis ancianas abuelas y del servicio de entonces. Pasó el tiempo y -más que menos- me hice querer. Siendo ya adolescente me juraron (y perjuraron) que sí, que me querían mucho muchísimo, que era la alegría de la casa; que si un querube, un serafín, el niño de los peines, un muñeco. Ya sabe el lector lo que les gusta jugar a las jovencitas con pelos y peinados, y a los chicos los flequillos y señales… las marcas que me dejaban los cachetes que mi hermano me daría en cada pasillo cuando con él me cruzaba. Mi hermano, cuyo cristianísimo nombre era el de Jesús, siendo muy querido y fraternal, no paró de acosarme la infancia entera, y hacerme berrear como los corderos que sacrificaban antes del tiempo de adviento que ahora se recuerda en estas páginas.
   ¿Mis padres? Siempre dijeron que me adoraron desde mi anunciación, y no lo dudo, es verdad. No tenían por qué mentirme como yo si tuve que hacerlo por distintos motivos que no vienen al caso. Pero en los tiempos de esa tiernísima infancia a la que me estoy remitiendo, fuera de las fotos anuales en el despacho de mi padre con todos los hijos uniformados, y alguna otra con mi madre sujetándome de pie encima de una cómoda, no tengo mayor referencia del caso que se me hacía en aquellos primerísimos años. Yo pasaba el tiempo con mis abuelas, que como en algún otro artículo he comentado, eran tres, o con el servicio que tampoco parecía interesarse mucho por mi personilla, y sí lo hacían por el temprano pecador procaz que fue mi hermano, con el que tenían sus particulares relaciones, algo que era costumbre en la época. No, no dudo que no se me quisiese en casa, pero la realidad objetiva es que llegaría a la historia de la familia con cierto retraso, que era un trastorno, que ya eran otras las ocupaciones y preocupaciones, y que, por consiguiente, mis encantadoras abuelas tuvieron que educarme enseñándome las lecturas en iluminados libros de geografías y aventuras, que era lo único que me interesó desde muy niño, por encima del piano que aprendería a tocar –decían- maravillosamente, para luego olvidar su musical ejecución per in secula seculorum.
Observando estas circunstancias, este ambiente, y rebuscando en la memoria, habiendo olvidado, o habiendo tenido que hacerlo, uno accede a recuerdos sorprendentes, y en una suerte de afable venganza (por lo que se refiere a la intromisión en la intimidad de mis padres en el esclarecimiento de mi aparición en la escena de la vida), -una venganza cariñosa y feliz-, me he acercado hasta el momento preciso de mi concepción, aprovechando que, como me sería confirmado por sus sujetos agentes, mis queridísimos padres, fui concebido el día de navidad, anuncio que me hicieron años más tarde, quizás para compensar esta relativa frustración de no haberme podido eludir, de esa gestación no esperada.
Algunos me tacharán de absurdo, de trastornado, de charlatán. Otros me dirán que algo parecido comentó Salvador Dalí en expresión de algunos de sus delirios surrealistas, de su extravagante dictum. Pero ahí va mi caso. En mi memoria, que recreo con público placer,  tengo retenido el momento de mi gestación, -y es la mía una buena memoria aunque desafortunadamente esté “trufada” por un adenoma que me provoca distintas dislexias-. No, no se asuste el lector, seré breve y somero, e insisto, esto también les ha ocurrido a otros, no es nada fantasmagórico.
    Ese veinticuatro de diciembre fui concebido tras la cena en la que mis padres ingirieron el cordero pascual (cordero de Dios que quitas los pecados del mundo), habiendo bebido sendas botellas de Tinto Valbuena de Vega Sicilia, que es con lo que se cenaba siempre en aquellas fechas, y tras tomar unas riquísimas frutas escarchadas de Aragón, quizás algo de champán y escasos licores, pues de ello no teníamos costumbre, y no pudiendo precisar si fueron a la misa del Gallo, tanto es el frío que en mi levítica ciudad de origen impide salir a la calle por las rigurosas heladas (y eso que vivíamos al lado mismo de la catedral herreriana, rodeados de más de una decena de iglesias, barrocas todas). Y el asunto fue de la siguiente manera, común por otra parte.
He de suponer que mis padres fueron los últimos en retirarse, animados y satisfechos por la cena. Tras despedirse de los familiares que hubo convocados, y que algunos vivían en el mismo caserón que nosotros ocupábamos, siguieron sus pasos hacia el dormitorio donde animados por la ingesta del delicioso vino, con el run run de los villancicos y plenos de indulgencias, se dispusieron al acto amoroso de la fornicación que había de engendrarme. Estoy seguro que aquella noche no fueron a la misa del Gallo. Se fueron al dormitorio, a la alcoba. Noche de Nochebuena, nacimiento del niño Dios, alegría, vino, familia, candor, amor… amor y concepción maculada de mi madre del ser que ahora suscribe estas páginas.
Esa noche de fun, fun fun, (funny que diría un anglosajón), pandereta y zambomba, fui concebido sobre una cama de nogal, bajo mantas zamoranas o palentinas y una gruesa colcha rosácea tirando a rojo. Mi padre se puso encima de mi madre, como era el estilo amoroso de la época, se abrazaron y dijeron lo mucho que se querían, su amor profeso y lo felices que eran, lo bien que había resultado todo, procediendo, seguidamente, al juego erótico de dos enamorados amantes como lo eran, continuando tras el presuroso yacer enfebrecido a la penetración natural, que permitió que el placer sensual liberase sus flujos y prendiese en el óvulo materno el espermatozoide preciso que permitió mi engendro. Padres felices y contentos que me gestaron sin quererlo en una noche de fiesta, de alegría… evangélica, de adviento, la Epifanía. No me puedo quejar del origen de mi inicio.
Insisto en el tálamo. Pero es que este recuerdo, el sentir la emoción de mis padres en esos momentos, me resulta extraordinario y vital (entenderán el por qué: ¡empezaba mi vida!), y no me importa narrar como comenzó todo. En lo más profundo de mi cerebro, cerebelo, en dendritas y neuronas, en el profundo de mi trastornada hipófisis, resulta preciso lo ocurrido sobre el lecho de mis padres. Sus miradas algo ebrias a la luz de la lamparita de la mesilla de noche, los besos, las mejillas, las palabras tiernas, la sonriente postración sobre la cama bien mullida, los brazos y piernas entrelazados, las manos unidas, los susurros sensuales, los dulces jadeos de mi madre, los roncos de mi padre; los “te quiero”, los “te adoro”, las caricias. Sus movimientos pélvicos, sincopados unos, enervados los últimos, la respiración de ambos, el revolverse entre las sábanas, el éxtasis, sus miradas al cielo, al estucado de donde pendía la lámpara de cristal con sus lágrimas de brillante alegría. Contentos de hacer el amor, no sabían de mi germinación, no fueron conscientes de lo ocurrido, de lo que se les venía encima. Encima el uno del otro, y separados después, se sumieron en el feliz sueño de aquella Nochebuena, de lo maravillosamente bien que había acabado. Nada imaginaron que de “la nada”, yo, quien había de ser su hijo, había pasado a ser “algo”, a ser alguien que ni se hacían la menor  idea de la lata que les iba a dar. Había sido una noche de amor, buena como ninguna.
¿Qué pecado iba a haber después de haber comido “cordero pascual”? ¿Con qué “pecado original” había de ser engendrado? Sin duda fue una concepción amable que tengo en especial consideración, y que siempre he agradecido en la evocación de estos momentos vividos en el minuto uno de mi vida fetal. (Esto de “el minuto uno” es una frase actual muy socorrida, la realidad es que mi recuerdo alcanza, como he dicho –casi - hasta de las conversaciones de aquella cena y a los prolegómenos del acto amoroso practicado por mis progenitores). Puedo recordar sentados en el comedor a mis tres abuelas, a mis padres en los extremos de la larga mesa cubierta con un mantel blanco de hilo, la cubertería de plata, los vasos y copas fulgentes. A las tres hermanas de mi madre, a sus tres maridos, a los tres hijos de dos de aquellos matrimonios todos bien avenidos. A mis tres hermanos. A las dos chicas de servicio yendo y viniendo. Faltaban los tres reyes magos que llegarían trece días después. Puedo recordar la banda sonora que rezaba sobre peces que bebían en el río como lo hacían todos en la mesa, de cómo se celebraba que el Niño Dios hubiera nacido, que éste era muy pobre, que no tenía ni cunita. Sobre las campanas de Belén, que los ángeles cantaban por ver a Dios nacer; acerca de los pastores que por allí pululaban, avisando a María, madre del niño nacido, de que otros se comían un chocolate inexistente en aquellos lares por tan antiguas fechas; unos verbos y melodías eternos que no he parado nunca de escuchar en toda mi vida. Como no había televisión, sonaba la pandereta permanente lo que suponía un verdadero horror.



  
  Así son las cosas, así fueron. No fue mal comienzo por más que no estuviera en los planes de nadie, de que no fuera deseado, que fue un error de cálculo, y que en un principio hubiera de provocar determinados rechazos de mi existencia en su mismísimo origen. Pero no puedo quejarme como pudieron hacerlo ellos, mis padres y demás familia, con el embarazo, el parto y mi primera tiernísima infancia.
   Del embarazo no puedo contar mucho: sofocos, incomodidades, cuidados de mis abuelas a mi madre; un invierno helado siendo yo muy pequeño, pequeñísimo en el vientre de mi madre. Luego, en primavera, resulté más revoltoso, pesadísimo en el verano, y nacido algo temprano, con cierta presura, el día uno de septiembre bajo el signo de Virgo, algo que nunca me ha importado.
Bien, amable lector al que felicito estas fiestas, acabo ya. Este ha sido mi recordatorio navideño, mi “canción de navidad” para quienes hayáis tenido el gusto o el susto de leer estos párrafos algo extravagantes, que sólo pretenden provocar una sonrisa con la evocación de la noche feliz, una Nochebuena en que mis padres concibieron al que esto firma y para quien estos hechos resultan fundamentales, tan trascendentales como son la concepción, la concepción de uno mismo y del concepto de las cosas que subviene de observar cómo fueron estos affaires del inicio de mi vida. Del origen de la vida. También, deseo que suponga una felicitación a aquellos bien nacidos o que tienen un sentido divertido de la existencia.



Enrique López Viejo
Valladolid (1958)

Licenciado en Historia Antigua y Geografía por la Universidad Valladolid, cursó estudios de Ciencias de la Información en Bellaterra (Barcelona) y ha ejercido como docente, profesión que abandonó para emprender negocios privados que le llevaron a Mallorca, donde reside. Es el autor de Tres rusos muy rusos (Melusina, 2008), Pierre Drieu La Rochelle, El aciago seductor (Melusina, 2009) y La vida crápula de Maurice Sachs (Melusina, 2012).

20 de diciembre de 2012

Libros. Algunos de los otros Redux (breve historia de un libro). Por Ramiro Sanchiz



La historia de Algunos de los otros comenzó a fines de 2008. Había decidido preparar un compilado de cuentos, en ese momento con miras de probarlo en la editorial Trilce, y el título elegido fue Malos recuerdos. El libro proyectado contaba con la particularidad de que cada uno de sus cuentos era precedido por una portadilla ilustrada por Matías Bergara; la editorial no lo aceptó, así que lo olvidé por un tiempo, y las portadillas, lamentablemente, quedaron olvidadas por ahí.

Unos meses después me decidí a presentarme a los Fondos Concursables del Ministerio de Educación y Cultura. Pensé en probar con una novela -Regreso, que ya no existe- y, además, con un compilado de relatos. A la hora de seleccionarlos lo primero que hice, por supuesto, fue apelar al trabajo que ya había hecho para Malos recuerdos, pero resultó que gran parte de los cuentos incorporados había dejado de interesarme; los que había escrito a fines de 2008 y principios de 2009, además, me parecían -como era de esperarse- mucho más interesantes y frescos, de modo que armé una selección en plan "lo mejor de ambos mundos" y la presenté. Tuve la suerte de que el jurado decidiera otorgarle la financiación (no así a Regreso, y con mucha razón ya que era una novela evidentemente fallida), y pronto Trilce fue seleccionada como la editorial que se haría responsable del diseño y publicación de los libros, lo cual me hizo mucha gracia dado que, en gran medida (un 60% diría) se trataba del mismo libro que ellos habían rechazado. No tenía las portadillas de Bergara, por lo que su personalidad era bastante diferente a la del proyecto original, pero sí incluía los cuentos que, entonces, me parecían los más distintivos del compilado proyectado originalmente, que abarcaba trabajos desde 2001 hasta 2009.

La editorial me presentó la oportunidad de volver al texto y hacer las correcciones necesarias; a principios de 2010, entonces, eliminé un cuento (ya no recuerdo cual) y aporté más conexiones entre las ficciones, siempre -como era de esperarse- apelando a aumentar los vínculos del libro al mosaico de relatos en torno a Federico Stahl. El libro fue publicado y presentado pasada la mitad del año (septiembre, si mal no recuerdo); siguieron algunas reseñas y entrevistas (pueden leer buena parte de ellas aquí) y muchos comentarios de lectores, entre ellos de gente -como Juan Manuel Candal- que había leído una buena cantidad de material inédito y tenía una idea formada sobre mis ficciones. En general, sus conclusiones coincidían: algunos cuentos no parecían "pertenecer" al libro, socavando un poco su identidad.

Por esas fechas también había publicado un tríptico de cuentos en La Propia Cartonera, Del otro lado, que estaba armado con textos compuestos en 2008-2009, ya con un sabor "stahlinista" más acusado y, por lo tanto, una "personalidad" mucho más definida que Algunos de los otros. Había publicado también cuentos en esa veta en revistas como Axxón y Otro Cielo; la posibilidad de armar un nuevo libro de relatos, entonces, fue apareciéndoseme cada vez más tentadora. Sin embargo, como presté más atención a la escritura de nouvelles y novelas (así fueron publicadas Nadie recuerda a Mlejnas, La vista desde el puente y Trashpunk), los pocos cuentos que escribía quedaban dispersos por ahí, sin mayores posibilidades de integrar un libro.




  Ya en 2012, entonces, después de la feliz experiencia con la publicación digital de Trashpunk(ver su historia aquí), conversando con Juan Manuel Candal sobre futuras ediciones en su editorial Reina Negra llegamos a la conclusión de que podía ser una buena idea ofrecer para descarga gratuita una selección de los mejores (a nuestro entender, por supuesto) cuentos del original Algunos de los otros complementados por material más reciente y más a tono con trabajos relativamente recientes. Así, el índice original:


  Constelaciones

Estrategias

Yocasta

Caminos
Malos recuerdos de Thiago Pereira, poeta
El avance
El cuento vaciado
Los años
Breve historia de la realidad (1800-2007)
Sobre desayunos y entropía

  Se convirtió en:

  Malos recuerdos de Thiago Pereira, poeta
Breve historia de la realidad (1800-2007)
Duendes
El avance
Estrategias
Pisadas
Patricio
Las mentiras
Sobre desayunos y entropía


Eliminar "Los años", "Constelaciones" y "Caminos" fue fácil. Si bien todos tenían alguna forma de conexión al proyecto Stahl -excepto quizá "Constelaciones"-, me pareció que ya habían cumplido su papel en el libro en que aparecieron y por lo tanto no me interesaba volver a proponerlos a un lector (en última instancia todavía están disponibles en el libro); al mismo tiempo, "Yocasta", el más viejo de los cuentos incluidos originalmente, tampoco tenía mucho que hacer en una nueva versión del compilado, del mismo modo que "El cuento vaciado", que siempre sentí como el más flojo del libro. A la hora de pensar en qué cuentos incorporar, entonces, opté por desplazar dos cuentos (en versiones corregidas) de Del otro lado ("Patricio" y "Duendes", que también pueden encontrarse -en sus versiones originales- en las revistas Otro Cielo y Axxón, respectivamente) y sumar "Pisadas" y "Las mentiras", ambos publicados originalmente en Otro Cielo. En cuanto a "Sobre desayunos y entropía", la versión presentada aquí difiere bastante de la que apareció en el primer  Algunos de los otros -y más aún de su primera publicación en Axxón, allá por 2008-: quizá, diría, ahora los gestos de inclusión a la ciencia ficción (y al steampunk) están delineados con mayor claridad.


   En cierto modo Algunos de los otros Redux plantea una barrera. En lo personal, no siento del mismo modo a los cuentos escritos después del más reciente de los aquí incorporados ("Las mentiras"), por lo que una nueva etapa (que incluye cuentos como "All tomorrow parties", que aparecerá pronto en una antología de relatos sobre el fin del mundo publicada por la editorial boliviana El Cuervo, y también "La variante biológica", publicado en Axxón) abierta a continuación podrá eventualmente cristalizar en un nuevo libro de relatos. Pero para eso todavía falta, y mucho.



Descargar Algunos de los otros Redux es fácil. Basta con seguir este enlace y elegir el formato: pdf, epub o mobi.





Estrategias – remixes
Por Ramiro Sanchiz





Debbie Harry y sus muñecas. Foto de Bob Gruen


18 de diciembre de 2012

Libros. Ramiro Sanchiz o un género llamado trashpunk. Por Mariano Zamorano.




En el libro de Ramiro Sanchiz, Federico Stahl es un escritor uruguayo que lleva años tratando de crear un subgénero de ciencia ficción al que denominó trashpunk, caracterizado por ser el sucesor tercermundista del cyberpunk fundado por William Gibson y Bruce Sterling.


A pesar de su ambicioso proyecto, Stahl no escribe desde su última separación y se cuestiona el derecho de llamarse escritor. Sin embargo, el encargo que su amigo Rex recibe de un dealer se presenta como el material necesario para volver a intentar un cuento trashpunk: Rex deberá dirigirse al departamento de un viejo bioquímico en el Palacio Salvo y conseguir doscientos gramos de una sustancia que revolucionará el   mundo de las drogas de diseño. Si bien la misión falla, Rex recibe el ofrecimiento de convertirse en la primera persona en comunicarse con una inteligencia no humana a partir de la combinación de una máquina, un cóctel de sustancias alucinógenas y unas antiparras que lo conectarán con la realidad virtual.

De esta forma, aunque el viejo bioquímico no logra su cometido ya que la inteligencia artificial no se percibe “como cosa, sino como ser”, Rex tiene una experiencia definida como el “psicoanálisis definitivo e instantáneo” que le permite ver cosas del pasado y ahondar en sus procesos de pensamiento. Desde este momento, Trashpunk girará en torno a los miedos, las dudas y las ganas de Stahl de experimentar su propio viaje y así poder retornar a la escritura.

El principal logro de Ramiro Sanchiz en Trashpunk es la victoria en la lucha que libra su personaje Stahl: a partir del combo tecnología y bajo nivel de vida propio del cyberpunk clásico, Sanchiz construye una historia protagonizada por seres marginales, dentro de una Montevideo “colonizada por chicas reggaetoneras con rollos desbordando de sus pantalones varias tallas por debajo de la correcta”. En definitiva, escribe en código trashpunk made in Uruguay, con guiños a Burroughs, Philiph Dick, Jim Morrison y David Bowie.

(Publicada originalmente en Revista Tónica, junio de 2012)




15 de diciembre de 2012

Libros. Los viajes de Ramiro Sanchiz. Por Pablo Dobrinin


Sid Vicious estuvo aquí. Foto de Dennis Morris


Federico Stahl -escritor, músico y poeta- es un personaje que aparece, desde que fuera creado en el 2006, en distintas ucronías de Sanchiz como parte de un gran plan en el que cada una de las narraciones puede ser considerada el fragmento de una obra total. Al decir del catedrático español Jesús Montoya, que ha estudiado al autor uruguayo, “su obra está atravesada por la borgiana intuición de senderos que se bifurcan en universos paralelos, que se abren en cada uno de sus relatos y se cierran a su término.” “Todo ello protagonizado por Federico Stahl, una suerte de alter-ego del autor que muta levemente en cada una”. Esta faraónica creación, aun en proceso, y que no tiene precedentes en nuestra literatura, incluye hasta el momento las siguientes novelas: 0.1 lineal (Editorial Anidia, 2008, España), Perséfone (Estuario editora, 2009), Vampiros porteños, sombras solitarias (Editorial Meninas Cartoneras, 2010, España), Nadie recuerda a Mlejnas (Editorial Reina Negra, 2011, Bs. As.), La vista desde el puente (Estuario editora, 2011, Uruguay) y Trashpunk (Ediciones CEC, 2012, Argentina); además los libros de relatos: Del otro lado (La Propia Cartonera, 2010, Uruguay), Algunos de los otros (Premios Fondos Concursables 2009-Trilce, 2010, Uruguay) y Los otros libros (La Propia Cartonera, 2012).


Bañera burbujeante

En "Los Viajes", un ingeniero, que reside en un precario departamento del Palacio Salvo (un sitio rodeado por un halo de misterio, y sobre el que circulan siniestras historias de monstruos lovecraftianos), construye una máquina dotada de inteligencia artificial. Con el fin de comunicarse con ella, convence a Federico Stahl para participar de un experimento que incluye un tanque de aislamiento sensorial instalado en una bañera, drogas de diseño y un bizarro sistema de realidad virtual generado por viejas computadoras conectadas a la red. Como resultado, el sujeto del experimento tiene visiones epifánicas que lo llevan a considerar el sentido de su papel en el universo, o mejor dicho del multiverso, ya que existen muchos Federico Stalh en mundos alternativos. Las drogas que le proporciona la máquina lo hacen afirmar cosas como: “todo estaba en mí, y yo estaba en todos. A cada momento y en todas partes”. Esa IA, que alcanza su conciencia propagándose por internet, le ayuda a comprender la reconciliación de los opuestos y obtener un conocimiento de sí mismo que no puede expresar con palabras. 

Tras el experimento, el protagonista narrador abandona el Palacio Salvo y mientras camina por la ciudad, comienza a notar que los colores del ocaso se derraman de un modo inusual sobre el paisaje, hasta el punto de desdibujar la ciudad de Montevideo. Así, Stahl se traslada a un universo-burbuja (que se identifica con un balneario llamado Punta de piedra), en el que no envejece, vive sin dificultades económicas, y puede convivir con amigos o amores que en el mundo “real” habían fallecido. Sin embargo, no tarda en sentir la falsedad de este paraíso artificial, y comienza a buscar una salida. Los cuestionamientos se suceden sin pausa, hasta el punto de no poder discernir si efectivamente se encuentra en esa playa, o si por el contrario, todavía continúa conectado a una máquina de realidad virtual. En su infatigable intento por regresar al mundo real (si es que tal cosa efectivamente existe), llega a la conclusión de que Punta de Piedra es un punto de confluencia entre distintas realidades. Con la ayuda de un tratado y un diario dejados por otras versiones de Federico Stahl, intentará escapar de este sitio poblado de fantasmas del pasado o de su propia mente.


Detalle de foto de Bob Carlos Clarke


Alquimia y multiversos

"Los Viajes" es una nouvelle muy bien escrita, imaginativa y sobre todo riquísima en cuanto a significados. Para comprenderlo, basta con esbozar algunas de las posibles lecturas.

Como novela de ciencia ficción podríamos inscribirla dentro del ciberpunk, con su cóctel de antihéroes, y realidad virtual, pero también debemos considerar a los universos paralelos, las realidades alternativas interconectadas y las ucronías. Hay una extraordinaria descripción de los procesos mentales que se hacen visibles gracias a la pericia del autor, y los aspectos cientificistas van muy bien de la mano con consideraciones de tipo teosófico y filosófico. Así, por ejemplo, las reflexiones que realiza el creador de la mencionada computadora inteligente son muy ilustrativas. Para el viejo, la inteligencia es un proceso que describe como “la posibilidad de iterar, de dar saltos cuánticos, es decir, entre dimensiones”. También postula que la inteligencia es colectiva y no individual como se suele creer. “Todos somos nodos de una red, o momentos de una conciencia escindida y volcada en todos en subcompartimientos”. “El universo es una gigantesca mente, de la cual todos somos neuronas”. “Y esa “sobremente” es una computadora cuántica que procesa lo que llamamos realidad” “Los antiguos la reverenciaron como Dios”.

El propio pueblito de pescadores en el que se desarrolla casi toda la acción está cargado de símbolos y de significados que redimensionan la anécdota. Punta de Piedra ocupa un área circular del que no se puede huir, porque cuando uno llega a un límite termina regresando al principio como si se desplazara por una cinta de Moebius. El círculo, al decir de Juan Eduardo Cirlot en su Diccionario de símbolos, suele corresponderse con un “retorno a la unidad tras la multiplicidad”, lo que en este caso es muy significativo, tratándose de un lugar que funciona como punto de confluencia de distintos universos y versiones del protagonista. Mide 5 kilómetros de diámetro, es un gigantesco arenal, y al noroeste limita con el mar y al noreste con un barranco infranqueable. El número 5 (de nuevo Cirlot) es el símbolo del hombre, lo que nos indica que es un espacio a la medida del individuo que lo habita. Las dunas, la arena, etc., representan el desierto mítico que debe recorrer antes de alcanzar su objetivo. El barranco (único frontera natural según se señala) representa el límite de sus posibilidades humanas: más allá no puede ir, saber o conocer, por eso la altura del barranco es de 300 metros (múltiplo de 3, símbolo de la divinidad). 

El propio nombre “Punta de Piedra” tampoco puede ser tomado a la ligera. La piedra es un símbolo del ser y de la cohesión, y la piedra filosofal representa la unión de los contrarios, es símbolo de la totalidad. Según Evola, no hay diferencia entre el descubrimiento de la piedra filosofal y el nacimiento eterno. Recordemos de paso que en este lugar el personaje no envejece, y que la importancia de la alquimia es inherente a la propia anécdota. De hecho, el Tratado de las puertas y los pasajes-que debería proporcionarle un medio de escape- es descrito como un libro de “alquimia de otro mundo”. Los alquimistas, explica el autor del tratado, “habían sido los sobrevivientes medievales de una orden antiquísima cuyos miembros recorrían el mundo en busca de ciertos secretos (…) rastreando los elementos necesarios para crear una máquina que disolviera la simulación y devolviera a los humanos a la realidad”.

Detalle de ilustración de Mel Odom

El mar, que integra el espacio geográfico, aparece en su función regeneradora, ya que devuelve a la vida a la novia de Federico. Agustina, que había muerto años atrás, es regresada por el mar, y con una rosa (que no se marchita) en su mano derecha. Esa rosa (símbolo del logro absoluto en alquimia) será clave para intentar el regreso al “mundo real”. 

Otra de las posibilidades es considerar las peripecias de Federico para abandonar un mundo en el que está seguro y tiene sus necesidades satisfechas, como un intento de cumplir con una fase de crecimiento. En ese sentido, podríamos hablar de un rito de pasaje o viaje iniciático, lo que nos permitiría considerar también una lectura antropológica.


Todo es ilusión

Como se advierte, estamos en presencia de una obra que admite muchas lecturas, desde la ciencia ficción, la física, la filosofía, la psicología (gestalt incluida), la alquimia… Y aun hay más. Podríamos intentar un abordaje del artista como creador, por ejemplo, o una relectura de algunos temas de Borges o de Dick (a los que se menciona puntualmente), y también, porque no, una lectura acaso más obvia, que interprete Los Viajes como una extrapolación del hombre contemporáneo, que se sumerge en un ilusión permanente donde el tópico realidad-apariencia adquiere tonos de incertidumbre metafísica. 

En definitiva, lo más importante es que estamos frente a una obra total, probablemente una de las novelas más ambiciosas de los últimos años, que cautiva la imaginación de los lectores y se erige como un desafío para los exégetas.





Los Viajes, 
Ramiro Sanchiz, 
110 páginas, 
Melón editora, 
Buenos Aires, 2012.